Reseña: “FOTOGRAMAS DE RUINA”

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LA ESCRITURA DE ARENA

Por Luis Ignacio García
luis garcia

 

 

 

 

– Sobre  «Fotogramas de ruina», de Daniel Groisman (Alción, Córdoba, 2015)

Fotogramas de ruina va dibujando, a lo largo de las páginas (y más aún al filo de las líneas), los perfiles de lo que a veces imaginamos como Literatura. Literatura, con esas mayúsculas que valen, por supuesto, no como marca de elevación (aunque todo comience eventualmente con una baja elevación), sino como nombre propio, es decir, no como hipóstasis del verdadero arte, sino en tanto descentramiento del escritor como lugarteniente de la verdad y la belleza, en nombre de una fuerza centrífuga y anónima que lleva esa marca provisional, Literatura, como nombre propio, y por ello intraducible y asemántico. Las mayúsculas valen para aludir al gesto de devolver la lengua a una experiencia ajena a la verdad, el valor, la comunicación: banquete de exposición pura al que asistimos como convidados ocasionales.

Y esa experiencia, la Literatura, se presenta en estos relatos desplegada en tres registros, inseparables pero portadores de formas diferenciables del afecto. En la estructura, en los párrafos de estos cuentos, rige una suerte de teoría general de la estupidez (o de la estupidez/locura, que sería la versión “literaria”, no humanista, de la dupla comedia/tragedia), que es la manera de conectar con Literatura una suerte de bovarismo, en el doble sentido de estupidez sabia y de cierta tensión operativa entre frustración e ilusión, que tiñe de un tono alucinatorio a buena parte de los relatos. Después, a nivel de la frase se ejerce un pulso soberano (también en estela flaubertiana), que se traza con precisión oriental y que le da la fuerza de lo definitivo a muchas de sus líneas, apodícticas y no por ello menos enigmáticas, como bastonazos de maestro zen. Y por último, a nivel molecular de las palabras rige el extranjerismo, porque aunque la tentación babélica está siempre presente y generalizada –no pocas son las frases enteras en otras lenguas que puntúan su discurso– ella sin embargo no modifica la sintaxis, sino que trastoca el vocabulario, e irradia un movimiento de extranjerización de las propias palabras nativas, que cobran un sabor enigmático, antiguo.

Así, entre la estupidez francesa, la lúbrica molicie oriental y la extranjería judía se traza la geopolítica de estos párrafos. Una geopolítica por definición despreocupada de genealogías, pero que sin embargo no deja de tener su propia tradición (menor) argentina en esas escrituras que se sustrajeron, en gesto literal, a toda plusvalía del sentido y de la cultura, y dejaron aflorar chispas fugaces entre el deseo y la palabra. En esta tradición los nombres, por supuesto, no interesan, no son el rótulo de una acumulación primitiva, sino destellos siempre efímeros que nunca podrían oficiar de commodities de ningún canon, y que por eso abrieron la posibilidad de pensar una tradición otra, sin canon –¡escándalo literario!–, una (anti)tradición que prescinde de la acumulación y se abisma en la experiencia de transmisión como pura praxis de autoexposición al desasimiento de la lengua. La tradición es un chiste, dicen, con seriedad freudiana, estos oficiantes de arena.

En tanto ejercicio vano de lo inútil, el conjunto podría ser leído como un continuum de variaciones en desarrollo, algo que en parte es: el mantra de un poseso que juega con la paciencia del lector. Sin embargo, el gesto de esta escritura involuntaria no implica un ingenuo y narcisista abandono a un supuesto acaso. No: hay un arduo trabajo de lo inútil, y el escriba no se pretende un médium de los espíritus, sino un humilde obrero de la letra. La compulsión de las palabras es, digamos, retenida en una dura labor de sustracción y desvío. Tanto que me atrevo a imaginar el conjunto de cuentos como una suerte de enciclopedia china de la perversión, del resto. Sí, podríamos reconocer en estos trece cuentos el vademécum portátil de este escéptico médico de la lengua.

No es un azar que el primer cuento nos aclare que el comienzo es desvío, y que plantee el origen de la lengua en términos de una filiación perdida y de una apuesta anti-edípica de diseminación sin padres. El segundo cuento reformula el viejo dilema de una nación que quiso ser Europa, y que en ese espejismo de atajo encontró la senda perversa de una existencia puramente modal. En el tercer cuento, en cadencia rigurosa, irrumpe Oriente y el fantasma del doble fracturando la marcha de una palabra en estado de pura bifurcación. Al cuarto cuento asiste la filosofía, puesta en el abismo irrisorio de su propia imposibilidad: ella misma se transforma en la performance de la ausencia de metadiscurso, del puro pliegue, choque, chiste. Con el trono así vacío, asoma en el quinto cuento una refutación de la infancia como tierra de la felicidad, pues tampoco la infancia es un metadiscurso sino, en el mejor de los casos, hueso inhumano de una abjuración violenta de las palabras. La magia, la traición, la serialización del deseo, el final del amor, el fascismo cotidiano, el simple (¿el justo?), se deslizan en los cuentos sucesivos como figuras de una perversa justicia poética, para llegar, en “Una suerte de origen”, a una miniatura que escenifica la obscena misma de esta escritura. Bajo su oscilante título, estas líneas confiesan: “Fui ultrajado por las palabras”. Escribir es dejar que las palabras destrocen el cuerpo. O en todo caso, es la última voluntad de un cuerpo que se sabe fatalmente devastado de palabras. El último cuento de la serie es el que da el nombre al conjunto, y está bien que así sea. En “Fotogramas de ruina” retorna el ultraje, y ofrece la instantánea de una experiencia en la que violencia, deseo, escritura y perversión se tornan indisociables. La Literatura da su último pase de baile como perpetuo canto de cisne. Su rostro siniestro de autómata espeja el singular ascetismo de su oficiante humano: la desmesura inhumana del deseo indestructible que nos avasalla y el intento siempre recomenzado de evadirnos en la escritura blanca de una noche sin fin. Esa escansión, siempre singular, es una vida. La Literatura insinúa una sonrisa final, soberana, y se repliega en esta escritura en ruina, repitiendo en voz baja, como en una plegaria cósmica: la pulsión de muerte es un chiste, la pulsión de chiste, la pulsión.

Pero cuidado: el chiste no es en estos cuentos el comienzo de lo terrible, aquello que aún podemos soportar. No, es más bien lo terrible mismo. Y este matiz resulta clave para apreciar la política literal de esta escritura. El humor involuntario del juego de palabras, el trabajo sobre las inercias de la lengua, la disrupción jubilosa en el lugar común, son figuras del automatismo como sabiduría mineral. Esta escritura quiere seguir el ritmo de las cosas, cultiva el silencio y la soledad como desencantado amor al mundo. Insomnio de ojos demasiado abiertos como para atenerse a lo humano. Los automatismos de la letra y la carne son siempre también los de la clase. Y nunca es difícil leer la política del significante como la morbidez en la carne de una clase insomne de historia. Pero aquí el movimiento es otro. El chiste no es la pasatista flacidez del equívoco, sino el rigor del desplazamiento, la ascética de la voz como destitución prosopopéyica del yo. Automatismo de lo abierto que se escribe en la literalidad de una palabra expuesta a su propio abismo. Sólo así puede pensarse una política a la altura de la Literatura. La política de esta escritura se asienta sobre el involuntario suelo de una justicia poética. La justicia es el ritmo de las cosas y el acto es la respiración que escande la lectura.

Así, una vez adentrados en el ombligo perverso del mundo, la gracia de esta escritura oficia su desplazamiento decisivo: del demonio de la ambigüedad al intermitente ángel de la letra. En ese movimiento se escribe, en blanco sobre blanco, la Literatura, exceso de una justicia cósmica, automática, que en la violencia de esa “esfinge sin enigma”, hace resonar el silencio devastador de la sirena sibilina.

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Libro: “Fotogramas de ruina”
Autor: Daniel Groisman
Editorial: Alción – Córdoba 2015

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