Editorial: LOS SECRETOS DE UN DIBUJANTE

«MONSTRUOS DEL DUELO DE LA MELANCOLÍA»

“Asegurate de haber agotado todo lo que se comunica
por medio de la inmovilidad y el silencio”
(Cartier-Bresson)

El pasado 17 /09 tuvo lugar en el Chateau CAC una muestra colectiva entre los que estaban los dibujos que Nicolás Bertona viene subiendo, desde hace un par de años, a su blog.

Hay cosas que no pueden saberse al contemplar los dibujos: que Bertona se vale (en la mayor parte de los casos) solamente de un programa básico como el Paint; que cuando no hay una computadora cerca y Bertona está aburrido o necesita distenderse o se acaba de acordar de algo, empiezan a aparecer dibujos en cartón, servilletas o cualquier tipo de papel. Que el proceso de hacerse el dibujo y de nacer y crecer de cada detalle pueden generar en el espectador (al ser proyectados en mayor escala) una especie de autismo asombrado: lo que era un punto no es un punto sino el contorno de una taza; lo que era una línea no es una línea sino cada una de las plumas de un ave posada en líneas, círculos y puntos que a su vez resultan ser el alma de un espantapájaros.

Pero mejor hablemos de lo que vemos.

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Por un lado, gran parte de los personajes dibujados por Bertona parecen sumidos en una especie de duelo, como si regresaran de un mundo que no existe o no está a su alcance, o como si quisiesen borrarse de aquel en el que ya están: pienso en el frankestein-pinocho de “Detalle”, pienso en el hombre flaco de sombrero llevando una bandera en el desierto («1000 quijotes»), en la muchacha que se esfuma señalando hacia el que dibuja o el que ve («el sueño de Rick Hunter»).
Pienso sobre todo en este dibujo, “Sol Naranja”: el hombre-monstruo, enorme, corpulento; la niña-huérfana, la forma en que se toman de la mano (como si en lugar de tomarse de la mano fuesen parte del mismo cuerpo, como si la niña fuese una extensión del hombre-monstruo, o como si el monstruo lo fuese de ella): los dos allí, creciendo y señalando la casa que vuela y se deshace en el espacio, quizás recordando aquella frase de Bernhard: “Se levanta como un monstruo y devora la casa de mis padres”. Entre el abandono y la fascinación, allí están la niña que señala el horizonte y el hombre de hombros caídos: detenidos en el mundo del dibujo (y de los accidentes), el único al que pertenecen, mientras observan como un sol luminoso y extraño vuela los restos de cualquier hogar.

Por otra parte, los personajes de Bertona además de freaks, monstruos, seres de papel introspectivos y melancólicos son retratos, dibujos retratados (¿ese es el duelo: ¿El duelo de la captura, la resignación de lo visible?). Allí está “Lila Down”, con su aire bipolar, nocturno y burtoniano; allí está el elefante de “Elefantes y pinochos”, posando como un aristócrata frustrado, con esos ojos rasgados sacados de otra parte; allí está esa especie de gorila del futuro absorto ante el fuego/electricidad que sale de su mano (“Conexiones”), allí está el payaso triste con la cabeza gacha, esa mano de fantasma que lo hace parecer rendido, y la flecha roja que lo atraviesa (“Payaso puf”).
Allí está, también, este “Hombre azul”, como si hubiese sido recién encontrado en el callejón de los sueños o de los dibujos solitarios. Un lugar frío (así parece), desde el que nos mira con cuidado, como si se protegiera de nosotros, o de nuestro modo de ver y trazar las cosas. Estos retratos me recuerdan al inventario de seres imaginarios de Wilcock (con quien los dibujos de Bertona deberían compartir álbum de fotos) pero sobre todo a Odradek, aquel personaje acerca de quien Kafka escribe: “A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota”.

 

Solitarios, en duelo-melancolía, atrapados momentáneamente por el dibujo-retrato, flotando entre esas líneas y puntos que nos permiten verlos enteros y deshechos a la vez.
Pero no todo es melancolía y soledad, pero no todo es esa distancia entre el mundo de los dibujos y el mundo de preocupaciones reales y sombras reales y líneas reales de los que los ven. Sucede que a veces, uno de los personajes dibujados por Bertona parece estar comunicándose con otro personaje, captados, imaginados en el acto de decir o estar por decir algo o haber dicho algo: es el momento de los secretos, del argot, el momento del pacto. Como en “Fin de mundo”, donde una mujer disfrazada de agua o el agua disfrazada de mujer no acaba de ser seducida o violentada por el hombre-fuego, y quedan suspendidos en ese lenguaje de gestos y trazos del que no sabemos más nada. Como en “Nido de comadrejas”, con aquel pequeño duende de pinocho esperando la resolución del árbol (¿prestarás o no la hamaca?); como los enormes gorilas mirando el camión (“Viaje entre dos mundos”).
Como sucede en “Tregua”, ese hermoso dibujo de un cuervo de ojos blancos y un espantapájaros-robot en el que los animales, los muñecos, los robots y los dibujos hablan el idioma que les pertenece: un lenguaje del que no entendemos nada, pero del que desearíamos conocer (casi) todo. Como si fuesen sombras en la pantalla de un cine mudo.

Duelo, retratos robados, palabras e imágenes que evitan mirarnos, que nos desconocen. Algo de eso hay en los dibujos de Bertona, algo de mundo imaginario, sin pasaje de ida ni de vuelta. Melancolía, introspección, el aura, perversa, de los secretos. Son todas metáforas para la lejanía: otro territorio, otro lado, otra sensación: distancia.
Pero no todo es así. También hay en la serie de dibujos de Bertona, caricaturas (la madera-pinocho, el tronco que escapa); también están esos personajes alegres y burlescos: aquel niño rebelde que ha aprovechado la soledad de la noche para hacer pis en el techo de un auto (“Caminata lunar”).
Y aquel hombre-muñeco-mago-espantapájaros (“Paseo”) montado en bicicleta en un paisaje verde, quizás regresando, quizás dirigiéndose hacia una fiesta, veloz y embrujado. Ese mago-espantapájaros quien, finalmente (y gracias al cielo), se acuerda de nosotros y nos saluda, a nosotros, que al fin y al cabo somos nuestros propios monstruos, tantas veces rígidos, tantas veces sórdidos y contemplativos, tantas veces en diálogo con nuestros propios trazos y palabras, saludando a cámara, como si realmente hubiese dos mundos paralelos y posibles: el lugar donde imaginamos cosas y el lugar y las imágenes que nos poseen.

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Pablo Natale

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